Por las noches, la veía tomar el asiento de enfrente. Mis ojos la observaban detenidamente, apreciando su singularidad. Ojos almendrados, cabello rizado y pecas; pequeñas pecas desparramadas por todas sus facciones.
La rareza de su mirada, que parecía perderse fuera de la ventanilla, mantenía mi pulso aligerado y mi aliento incompleto.
Me cuestioné el porqué de mi persuasión por aquella joven, tal vez solo era una obsesión más, como la que tenía con el chocolate y las mentas.
Disfrutaba su compañía, aunque era casi imaginada. Me sentía completado, y sólo podía dar un suspiro de alivio cuando ella se situaba frente de mí, dejándome casi atónito. Sus dos ojos; esos ojos, que daban tranquilidad, resguardo, y seguridad cuando uno los observaba con delicadeza, parecían posarse en mí de vez en cuando, iluminando casi todo el lugar.
“Quizás deba hablarle” me decía a mi mismo; pero solo eran pobre ideas que no terminaban de realizarse en mi mente…
Hasta que dejé llevarme por la marea, y comencé a tomar un lugar a su lado; pasábamos noches enteras conversando, y comiendo chocolate.
Puedo asegurar, que el sonido agudo de su risa, era la armonía más hermosa, que jamás escuché.
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