lunes, 29 de septiembre de 2014

El cazador

Fatigado por la pelea, por su afán apetitoso de saborear algo entre sus muelas, se tumbó en la sábana de hierba. La oscuridad de la noche absorbía la luz de infinitas estrellas, quizás galaxias, quizás supernovas. La brisa cálida le soplaba las heridas que sangraban y ardían. De su boca despedía sabor a sangre con un pulso acelerado y desecado. Los pastos de la jungla le acariciaron el hocico y sintió adormecerse en un abismo; sus heridas ya no sangraban, sus patas ya no dolían, volvía a ser el rey de la selva. 
El cazador había pasado días sin probar el sabor de la carne, anhelaba recuperar fuerzas. Las estrellas calidecían su piel, deshidratada. Sintió frió, hambre y soledad. Estaba dispuesto a matar. tomó su arma, tratándola como a su reliquia más preciada y se escondió en los pastos. El olor a tierra inundó sus fosas nasales, recordó su verano pasado, cuando aún no se encontraba perdido en la inmensidad de la selva, cuando aún era humano quizás. Secó sus lagrimas con su deshilachada camisa, cuando ya habían llegado a la comisura de su boca. Frotó sus ojos, y sólo así entonces pudo verlo. El pobre animal se encontraba recostado a la orilla del río. intuyó su insuficiencia para defenderse. Mientras se acercaba sus pies cubiertos de lodo resbalaban en la superficie y sus manos temblaban de miedo. Su respiración se agitó lo suficiente para oír en el medio de esa oscura noche los latidos de su corazón. Quizás fue porque ya no pensaba con sensatez, quizás fue porque ya era demasiado viejo para cazar. El animal tumbado pudo oírlo por acercarse lo suficiente. Levantó la mirada.  Sintió que no había vivido lo suficiente para morir en ese momento. Y sintió que había provocado suficientes muertes en su momento para no seguir viviendo. Se sintió salvaje, fuera de cualquier valor humano, fuera de cualquier tipo de razonamiento, fuera de sí, dentro de su instinto bestial. Se acercó sabiendo que el mísero animal no podría defenderse ni de una mosca en ese momento. Sus piernas se posicionaron para atacar. Sus garras ya no sentían el barro entre los dedos, su boca ya no sentía el sabor a sangre. Y de pronto el cruce de sus miradas le hizo sentir una punzada. Pudo ver reflejada en el brillo de sus tristes ojos su alma. Sintió como los latidos del lastimado animal se fusionaban con los suyos. Sintió cómo, de alguna manera, estaban sufriendo lo mismo. Dos bestias solitarias cubiertos sólo de luz de una inmensa luna llena. Dos almas dadas por perdidas. Quizás fue la sensibilidad de la noche, quizás fue su fatiga. El animal pudo ver a un asesino, desgarrado, y se apiadó de él. El león miró por última vez al cazador, que todavía en encontraba tumbado en la orilla del río, con aires de superioridad ¡Ay qué desencanto! pensó. Otra vez la pobre raza humana, jugando a ser Dios. Una vez más, probando que hasta el ser más asesino puede ser una débil criatura pidiendo clemencia. El rey de la selva ya estaba a metros del criminal, reflexionando que por esta vez el humano no había llevado su vida hacia adelante, si no que la vida se lo había llevado por delante a él. volvía a sentir una brisa, una pequeña brisa, que acariciaba su melena. Entonces fatigado por la pelea, por su afán apetitoso de saborear algo entre sus muelas, se tumbó en la sábana de hierba.

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